Había una vez una chica
apasionada por la vida y sus luces. No saboreaba el día si no era con un buen
zumo de naranja al despertar, y le aliviaba escuchar “por favor” y “gracias”
porque, al fin y al cabo, era indicio de
que la humanidad aún no estaba del todo perdida. Siempre andaba de puntillas
por la vida, sigilosa, esperando a que alguien notara sus delgadas huellas y la
vida la sacara a bailar, como en una de esas pelis. Cada noche se dirigía hacia
su ventana y miraba hacia las luces de la ciudad y el cielo estrellado,
achinando los ojos para ver sus destellos. Veía la vida detrás del cristal. La
chica se imaginaba volando entre los destellos, pudiendo tocarlos y sintiendo
su energía. Cuando viajaba en coche, fascinaba con todos los destellos que veía
en la carretera.
Una noche con lluvia, los
destellos brillaban más que nunca en su ventana. Cuando se dio cuenta, su mano
ya se deslizaba por la ventana y la abría,
dejando que el viento se colase y la hiciera volar hacia el exterior.
Cuando pisó el suelo sintió una sensación tan nueva como emocionante, y sus
ojos se abrieron de par en par. Ahora lo sabía. Los destellos de luz estaban en
sus pupilas.
Andrea Fernández, 20 de
marzo de 2015